jueves, 21 de noviembre de 2013

SI EL HOMBRE PUDIERA DECIR

Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,                                        
pudiera derrumbar su cuerpo, dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;                                                         
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;                                     
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera.
Y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
como leños perdidos que el mar anega o levanta
libremente, con la libertad del amor,                                             
la única libertad que me exalta,
la única libertad por que muero.

Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.              

                   LUIS CERNUDA
Los placeres prohibidos, 1931

domingo, 3 de noviembre de 2013

SÁTIRAS

Como se sabe, Martin Amis ha aconsejado a la administración laborista instalar en las calles del Reino Unido cabinas donde los ancianos podrían poner fin a su penosa e inútil existencia, si así lo deseasen, ingiriendo dosis gratuitas de martini envenenado, con o sin guinda. ABC recogía la noticia esta misma semana, a la vez que se hacía eco de la indignación que ha levantado tanto la propuesta del escritor británico como su advertencia de que, en caso de no llevarse aquélla a la práctica, las ciudades se verán anegadas en breve por muchedumbres de horribles vejestorios enloquecidos. A mí, escandalizarse por esto me parece sencillamente de hipócritas.

Porque lo que Amis ha perpetrado no es un crimen, sino una soberbia sátira en la tradición de Jonathan Swift, que recomendaba, como solución para terminar con el hambre en Irlanda, comerse a los niños de los prolíficos labradores católicos de la isla, preparados al chilindrón y con guarnición de patata autóctona. Aunque anglicano, el dublinés Swift no pretendía exterminar niños papistas, sino llamar la atención de sus lectores británicos hacia la miserable situación de la población rural irlandesa mediante una parábola salvaje y tremebunda. El hecho de que, un siglo después, Irlanda se despoblase a consecuencia de la peor hambruna registrada en la Europa moderna demuestra que pinchó en hueso.

Martin Amis no es sólo uno de los mejores escritores vivos de lengua inglesa, sino un moralista de antología y un luchador insobornable contra todo atisbo de tiranía o totalitarismo, en la estela del mejor Orwell. (…)

Detrás de la provocación de Amis se adivina al autor de la saga viajera de Gulliver, pero también a Borges, el Borges de «Utopía de un hombre que está cansado», relato sobre un mundo próspero, igualitario y nihilista donde sus habitantes, al llegar a la vejez, se encaminan voluntariamente hacía la cámara letal inventada por «un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler».

Ahora que los demógrafos nos predicen una Europa achacosa para dentro de sólo treinta años (...), la parábola gamberra del escritor inglés saca la discusión del terreno de la planificación burocrática y la lleva a donde le corresponde, a un presente (...) que pone a los viejos ante la alternativa de convertirse en objeto de beneficencia o en objeto de resentimiento por parte de frondas juveniles, ávidas y sindicalizadas, como se está comprobando ya en España ante las tentativas políticas de prolongar la edad laboral. La insolencia de Amis resulta tan feroz como valiente y oportuna, aunque, como siempre, cuando un dedo señala la catástrofe, los imbéciles se apresuran a amputarte la yema.

JON JUARISTI, ABC. 31/1/10




EL MENSAJE



De niños, buscábamos en la playa una botella con un mensaje dentro porque se nos había metido en la cabeza que uno venía al mundo para salvar a un náufrago. No imaginábamos que de mayores, en lugar de encontrar la botella, encontraríamos  al mismísimo náufrago. Y no sería uno, sino miles. Ahí están, llegan todos los días a nuestras costas, procedentes de países que se han ido a pique y por cuya borda han logrado saltar en el último instante. Algunos llegan muertos y no nos dejan otra oportunidad que la de enterrarlos, pero los vivos tienen todo lo que se espera de un verdadero náufrago: hambre, sed, pánico, fiebre, frío. Llevamos toda la vida esperándolos y ahora no somos capaces de reconocerlos. A lo mejor resulta que nos conmueve más un grito de socorro escrito en un papel que salido de la propia garganta del desventurado.

De hecho, si encontráramos el mensaje de un náufrago dentro de una botella, nos pelearíamos parar dar con él para contar su historia en exclusiva. Las empresas de alimentación, de ropa, de ocio y de informática pagarían enormes sumas de dinero para apropiarse del cuerpo del infeliz, de modo que la noticia de su salvamento quedara unida para siempre al logotipo de su marca. Los políticos desbaratarían sus agendas para entregar al desdichado las llaves de la ciudad y proveerle de la documentación precisa para que circulara sin problemas. Por fin, dirían algunos, hemos hallado al náufrago cuya salvación justificaba nuestra vida.

En lugar de eso, los burocratizamos con una eficacia tal que cuando la marea abandona sus cuerpos en la playa han dejado de ser personas con una biografía dentro (con dos, en el caso de las mujeres embarazadas) para convertirse en un objeto de consumo de las leyes. ¿Qué diríamos de alguien que frente a una catástrofe natural se pusiera a legislar la catástrofe en vez de acudir en ayuda de los damnificados? Pues eso es lo que están haciendo los políticos: negociar el modo de regular los naufragios, lo que, además de ser una locura, no soluciona el problema, ni siquiera lo alivia. Mientras los cuerpos de los náufragos que han venido a salvarnos se amontonan en el depósito, aún seguimos buscando la botella.
                                                                      
 Juan José Millás, “El mensaje”, en El País, 12-09-2003.