miércoles, 11 de diciembre de 2013

CIVISMO

          Ya lo dijo Calderón de la Barca: por pobre y mísero que estés, si vuelves el rostro siempre podrás descubrir a alguien en peores condiciones que recoge tus sobras. Por desgracia estos versos describen literalmente nuestra sociedad del desperdicio, en la que es habitual ver a la gente rebuscando en los contenedores de basura. Incluso me han contado que algunos supermercados, para evitar que los pobres se agolpen en sus puertas a escarbar los residuos (les debe de parecer poquísimo elegante), rocían los deshechos con lejía para que no los puedan comer, lo cual, si es cierto, me parece una de las actitudes más miserables que he oído en mucho tiempo.
          Pero aún hay seres más desprotegidos. Parece que la crisis va a perjudicar bastante a los animales: varios países de la UE ya han incumplido las nuevas normas de protección para los animales de granja. Y todavía peor está la cuestión de los animales en nuestro país por la ligereza cañí con que el PP se ha puesto a resucitar la España de estoque y pandereta: esa Comunidad de Madrid que organiza visitas escolares a las plazas de toros, ese ministro de Educación que lo primero que dice es que va a meter dinero en la fiesta taurina ¡y con esta crisis! Yo no estoy a favor de la prohibición de la fiesta de los toros: ya está languideciendo sola a toda prisa, y el prohibicionismo, me parece, sólo le proporciona oxígeno. Pero el énfasis taurino de este nuevo gobierno, y su obsesión en convertirlo en rasgo identitario, me espeluzna por su ranciedad y su incultura, porque el grado de civilidad de un país se mide en cómo trata a los animales. Ministro Wert: demuestre que no vive de espaldas a la modernidad y, ahora que se están definiendo los contenidos de la asignatura de Educación Cívica, incluya el respeto básico a los animales. No hace falta hablar de los toros: dejemos eso dentro de una burbuja de silencio. Pero intentemos sacar siquiera un poco a este país de la barbarie.
 
ROSA MONTERO, El País 21/2/2012

sábado, 7 de diciembre de 2013

PURA SAÑA

Voy a contar tres historias ejemplares. La primera es la de Yolanda Sánchez, de 38 años, que en 2010 pidió un crédito de 4.000 euros a Unicaja. Yolanda trabajaba y tenía nómina, pero para que se lo concedieran le tuvo que avalar su madre con la pensión. La chica fue pagando hasta que perdió el empleo. Intentó que le redujeran las cuotas y llegar a un acuerdo, pero no le dieron ninguna facilidad. En agosto de 2012 le dijeron que, de no pagar, embargarían la pensión y la casa de la madre. Desesperada, abrió un evento de Facebook contando su caso y logró reunir el dinero. Hace cinco días se le notificó que el crédito estaba saldado, pero que el procedimiento no se cerraba porque ahora tiene que abonar 1.087 euros, que es la minuta del abogado de Unicaja. Yolanda, que no tiene ingresos, ha vuelto a hundirse en una pesadilla sin salida.

El segundo caso es el de R.M.S., de 60 años, productora de cine, que también perdió el trabajo y después la casa y que vive desde 2009 con los 459 euros al mes de la renta mínima de inserción. Pues bien, el banco que le embargó el piso en su día, este mes también intentó embargarle la mísera renta de la que malvive (al final logró cobrar, pero la lucha ha sido tremenda; y, si no digo el nombre del banco, es porque todo lo hicieron por teléfono para no dejar huellas, como los estafadores). Y, por último, otro caso alucinante pero al parecer muy habitual: Cristina Fallarás, la conocida periodista y escritora, que, tras perder el trabajo, fue desahuciada de su casa en 2012, recibió meses después un requerimiento de la Hacienda municipal para que pagara la plusvalía del piso que le habían quitado. En fin, se ve que no les basta con aterrorizar a los ciudadanos por el impago de una deuda ni con echarles de sus casas y romperles la vida para siempre. Además, les persiguen, les exprimen, les atormentan. Pura saña.

Rosa Montero. 19/11/2013. El País

miércoles, 4 de diciembre de 2013

SABER O NO SABER

        En una librería neoyorquina, McNally Books, en donde la literatura en castellano ha conquistado un espacio, nos reunimos para hablar en torno a un libro. Muchos españoles, la mayoría jóvenes, y lamayoría de esos españoles, científicos. Investigan sobre sida, memoria emocional, cáncer, memoria espacial... En los primeros tiempos disfrutan de su experiencia, a partir del tercer año comienzan a preguntarse por qué no pueden ejercer su profesión en casa. Vivir en Nueva York es excitante pero duro, agotador. Lo paradójico es que conforme su nivel de capacitación va subiendo, las posibilidades de encontrar trabajo en nuestro país decrecen. Les escucho y pienso en lo frecuente que es leer en la prensa dos juicios de valores del todo contradictorios sobre el nivel de preparación de los jóvenes. Por un lado,tenemos al optimista inquebrantable que afirma que nunca la juventud española ha estado tan preparada; por otro, el tozudo catastrofista que piensa que de esta enseñanza media solo brotan ignorantes. Las dos opiniones son tan reduccionistas que la visión más cercana a la realidad se consigue sumándolas.
        Lo tremendo es que hay una parte de esa juventud, sobrada de talento, a la que no le dejamos otra oportunidad que regalárselo, por ejemplo, a los Estados Unidos, que lo reciben sin preguntar de dónde viene. Y otra juventud que, como consecuencia dramática de los años burbujeantes de la construcción descontrolada, se encuentra con que ahora tiene las manos en los bolsillos por haber sido diabólicamente adiestrada para obtener beneficio sin tener oficio. La extraña convivencia de esas dos realidades, tan dispares la una de la otra, son las que definen un país en el que se abre un inmenso abismo entre los que saben mucho y no tienen dónde demostrarlo y los que no saben casi nada y no tienen dónde emplear su ignorancia.

Elvira Lindo, en El País, 17/11/2010

jueves, 21 de noviembre de 2013

SI EL HOMBRE PUDIERA DECIR

Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,                                        
pudiera derrumbar su cuerpo, dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;                                                         
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;                                     
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera.
Y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
como leños perdidos que el mar anega o levanta
libremente, con la libertad del amor,                                             
la única libertad que me exalta,
la única libertad por que muero.

Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.              

                   LUIS CERNUDA
Los placeres prohibidos, 1931

domingo, 3 de noviembre de 2013

SÁTIRAS

Como se sabe, Martin Amis ha aconsejado a la administración laborista instalar en las calles del Reino Unido cabinas donde los ancianos podrían poner fin a su penosa e inútil existencia, si así lo deseasen, ingiriendo dosis gratuitas de martini envenenado, con o sin guinda. ABC recogía la noticia esta misma semana, a la vez que se hacía eco de la indignación que ha levantado tanto la propuesta del escritor británico como su advertencia de que, en caso de no llevarse aquélla a la práctica, las ciudades se verán anegadas en breve por muchedumbres de horribles vejestorios enloquecidos. A mí, escandalizarse por esto me parece sencillamente de hipócritas.

Porque lo que Amis ha perpetrado no es un crimen, sino una soberbia sátira en la tradición de Jonathan Swift, que recomendaba, como solución para terminar con el hambre en Irlanda, comerse a los niños de los prolíficos labradores católicos de la isla, preparados al chilindrón y con guarnición de patata autóctona. Aunque anglicano, el dublinés Swift no pretendía exterminar niños papistas, sino llamar la atención de sus lectores británicos hacia la miserable situación de la población rural irlandesa mediante una parábola salvaje y tremebunda. El hecho de que, un siglo después, Irlanda se despoblase a consecuencia de la peor hambruna registrada en la Europa moderna demuestra que pinchó en hueso.

Martin Amis no es sólo uno de los mejores escritores vivos de lengua inglesa, sino un moralista de antología y un luchador insobornable contra todo atisbo de tiranía o totalitarismo, en la estela del mejor Orwell. (…)

Detrás de la provocación de Amis se adivina al autor de la saga viajera de Gulliver, pero también a Borges, el Borges de «Utopía de un hombre que está cansado», relato sobre un mundo próspero, igualitario y nihilista donde sus habitantes, al llegar a la vejez, se encaminan voluntariamente hacía la cámara letal inventada por «un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler».

Ahora que los demógrafos nos predicen una Europa achacosa para dentro de sólo treinta años (...), la parábola gamberra del escritor inglés saca la discusión del terreno de la planificación burocrática y la lleva a donde le corresponde, a un presente (...) que pone a los viejos ante la alternativa de convertirse en objeto de beneficencia o en objeto de resentimiento por parte de frondas juveniles, ávidas y sindicalizadas, como se está comprobando ya en España ante las tentativas políticas de prolongar la edad laboral. La insolencia de Amis resulta tan feroz como valiente y oportuna, aunque, como siempre, cuando un dedo señala la catástrofe, los imbéciles se apresuran a amputarte la yema.

JON JUARISTI, ABC. 31/1/10




EL MENSAJE



De niños, buscábamos en la playa una botella con un mensaje dentro porque se nos había metido en la cabeza que uno venía al mundo para salvar a un náufrago. No imaginábamos que de mayores, en lugar de encontrar la botella, encontraríamos  al mismísimo náufrago. Y no sería uno, sino miles. Ahí están, llegan todos los días a nuestras costas, procedentes de países que se han ido a pique y por cuya borda han logrado saltar en el último instante. Algunos llegan muertos y no nos dejan otra oportunidad que la de enterrarlos, pero los vivos tienen todo lo que se espera de un verdadero náufrago: hambre, sed, pánico, fiebre, frío. Llevamos toda la vida esperándolos y ahora no somos capaces de reconocerlos. A lo mejor resulta que nos conmueve más un grito de socorro escrito en un papel que salido de la propia garganta del desventurado.

De hecho, si encontráramos el mensaje de un náufrago dentro de una botella, nos pelearíamos parar dar con él para contar su historia en exclusiva. Las empresas de alimentación, de ropa, de ocio y de informática pagarían enormes sumas de dinero para apropiarse del cuerpo del infeliz, de modo que la noticia de su salvamento quedara unida para siempre al logotipo de su marca. Los políticos desbaratarían sus agendas para entregar al desdichado las llaves de la ciudad y proveerle de la documentación precisa para que circulara sin problemas. Por fin, dirían algunos, hemos hallado al náufrago cuya salvación justificaba nuestra vida.

En lugar de eso, los burocratizamos con una eficacia tal que cuando la marea abandona sus cuerpos en la playa han dejado de ser personas con una biografía dentro (con dos, en el caso de las mujeres embarazadas) para convertirse en un objeto de consumo de las leyes. ¿Qué diríamos de alguien que frente a una catástrofe natural se pusiera a legislar la catástrofe en vez de acudir en ayuda de los damnificados? Pues eso es lo que están haciendo los políticos: negociar el modo de regular los naufragios, lo que, además de ser una locura, no soluciona el problema, ni siquiera lo alivia. Mientras los cuerpos de los náufragos que han venido a salvarnos se amontonan en el depósito, aún seguimos buscando la botella.
                                                                      
 Juan José Millás, “El mensaje”, en El País, 12-09-2003.

domingo, 20 de octubre de 2013

JUGUEMOS

Jugar en la calle. Jugar en grupo. Esa es la actividad extraescolar que un grupo de educadores y psicólogos americanos han señalado como la asignatura pendiente en la educación actual de un niño. Parecería simple remediarlo. No lo es. La calle ya no es un sitio seguro en casi ninguna gran ciudad. La media que un niño americano pasa ante las numerosas pantallas que la vida le ofrece es hoy de siete horas y media. La de los niños españoles estaba en tres. Cualquiera de las dos cifras es una barbaridad. Cuando los expertos hablan de juego no se refieren a un juego de ordenador o una playstation ni tampoco al juego organizado por los padres, que en ocasiones se ven forzados a remediar la ausencia de otros niños. El juego más educativo sigue siendo aquel en que los niños han de luchar por el liderazgo o la colaboración, rivalizar o apoyarse, pelearse y hacer las paces para sobrevivir. Esto no significa que el ordenador sea una presencia nociva en sus vidas. Al contrario, es una insustituible herramienta de trabajo, pero en cuanto a ocio se refiere, el juego a la antigua sigue siendo el gran educador social.
 

Leía ayer a Rodríguez Ibarra hablar de esa gente que teme a los ordenadores y relacionaba ese miedo con los derechos de propiedad intelectual. No comprendí muy bien la relación, porque es precisamente entre los trabajadores de la cultura (el técnico de sonido, el músico, el montador, el diseñador o el escritor) donde el ordenador se ha convertido en un instrumento fundamental. Pero conviene no convertir a las máquinas en objetos sagrados y, de momento, no hay nada comparable en la vida de un niño a un partidillo de fútbol en la calle, a las casitas o al churro-media-manga. Y esto nada tiene que ver con un terror a las pantallas sino con la defensa de un tipo de juego necesario para hacer de los niños seres sociales.

(Elvira Lindo, EL PAÍS,  12/01/2011)

ESCRIBIR

"13.15. Todos los tripulantes de los compartimientos sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno. Hay 23 personas aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del accidente. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas".

Estas palabras, escritas por un oficial del Kursk* en un pedazo de papel, tienen la turbadora exactitud que pedimos a un texto literario. El autor está rodeado de bocas que exhalan un pánico que ni siquiera nombra. Él mismo debe de encontrarse al borde de la desesperación, pero no tiene tiempo ni papel para recrearse en la suerte. Ha de hacer, pues, una selección rigurosa de los materiales narrativos, y el resultado es esa obra maestra en la que, sin embargo, sólo cuenta aquello a lo que se puede asignar un número: la hora y la cantidad de hombres. En situaciones extremas, la literatura sale a presión, como por la grieta de una tubería reventada. El documento del oficial del Kursk es bueno porque es necesario. Mientras la muerte trepaba por sus piernas, ese hombre se entregó con fría vehemencia a la literatura. Y de qué modo.

Naturalmente, lo que no dice ocupa más de lo que dice, pero lo ausente ha de aportarlo el lector, que es tan responsable de lo que lee como el escritor de lo que escribe. Sería absurdo comenzar una novela afirmando de un frutero que es bípedo. El lector tiene la obligación de saber que lo fruteros son bípedos y que están dotados de cuatro extremidades con cinco dedos en cada una de ellas. Sin estos sobreentendidos primordiales, la escritura resultaría imposible.

Lo curioso es que un billete con cuatro líneas aparecido en el bolsillo de un cadáver responda de súbito a la vieja pregunta de para qué sirve la literatura. Sirve para contarlo. Todos aquellos que aspiran a escribir deberían recitar el texto del Kursk como una oración. Ser escritor, al menos cierto tipo de escritor, significa vivir rodeado de pánico percibiendo a tu alrededor bultos que pasan de un compartimiento a otro con los calcetines mojados. Y tú eres uno de esos bultos: aquel que, por encima o por debajo del miedo, está poseído por la necesidad de contarlo, aunque las posibilidades de que alguien lo lea sean muy escasas. Escribo a ciegas.
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* El K-141 Kursk fue un submarino nuclear de la armada rusa que, debido a un accidente, naufragó en el mar de Barents, el 12 de agosto de 2000. Pese a los intentos de rescate realizados por equipos británicos y noruegos, todos los marineros y oficiales a bordo del Kursk fallecieron.

(Juan José Millás: Articuentos completos.
Seix Barral, Barcelona, 2011)

TEXTO INICIAL



Lo que más me reconcilia con mi propia muerte es la imagen de un lugar: un lugar en el que tus huesos y los míos sean sepultados, tirados, desenterrados juntos. Allí estarán desperdigados en confuso desorden. Una de tus costillas reposa contra mi cráneo. Un metacarpio de mi mano izquierda yace dentro de tu pelvis. (Como una flor, recostado en mis costillas rotas, tu pecho). Los cientos de huesos de nuestros pies, esparcidos como la grava. No deja de ser extraño que esta imagen de nuestra proximidad, que no representa sino mero fosfato de calcio, me confiera un sentimiento de paz. Pero así es. Contigo puedo imaginar un lugar donde ser fosfato de calcio es suficiente.

(John Berger: Páginas de la herida. Visor, 1996)